YURIRIA.- En el corazón de esta antigua población, cuna de episodios heroicos y fronteriza del histórico “Gran Chichimeca”, alguna vez se alzaron tres imponentes ahuehuetes (también conocidos como sabinos) que no sólo ofrecían sombra, sino que guardaban viva la memoria de una hazaña que definió la identidad local. Hoy, de aquel trío de gigantes, apenas sobreviven los restos secos y retorcidos, testigos mudos de un pasado glorioso y de una pérdida imperdonable.

Los árboles, sembrados en la huerta del convento de Yuririhapúndaro, fueron nombrados en honor a los protagonistas de una acción de resistencia indígena ocurrida en 1588, cuando el pueblo fue atacado por tribus chichimecas. Liderados por Antón Trombón (ministril, clarinero y valiente defensor) los habitantes recuperaron a sus seres queridos, arrebatados por los atacantes. En su honor, se plantaron tres sabinos: Antón Trombón, María Patueca (su esposa) y El Niño Perdido, su hijo que jamás fue encontrado tras el asalto.
A lo largo de los siglos, estos árboles se convirtieron en símbolos vivientes de la historia de Yuriria. Sin embargo, el 30 de diciembre de 1909, el mayor de ellos, Don Antón Trombón, fue incendiado intencionalmente por un huertero municipal identificado como Román Molina, alias “Ligartúa”. Su objetivo, tan banal como absurdo: exterminar un nido de tlacuaches en el interior del tronco. Para lograrlo, prendió fuego a un hueco lleno de zacate seco. El resultado fue devastador. La madera resinosa del árbol ardió sin control, consumiendo en pocas horas siglos de historia y memoria colectiva.

La reacción de la comunidad fue de indignación y rabia, similar a la protesta que décadas atrás estalló cuando un sacerdote intentó aprovechar su madera tras un incendio en la parroquia local. En ambas ocasiones, el pueblo defendió sus raíces (literal y simbólicamente) aunque no siempre con éxito.
El deterioro de los dos sabinos restantes no tardó en llegar. En los años 60, comenzaron a secarse. A pesar de los esfuerzos científicos por salvarlos, incluyendo la intervención de un especialista alemán comisionado por la Secretaría de Agricultura, todo fue en vano. Doña María Patueca y El Niño Perdido murieron poco después, dejando sólo sus troncos secos como vestigios de su grandeza.

Hoy, estos esqueletos vegetales permanecen como un llamado de atención: el olvido, la ignorancia y la negligencia pueden matar incluso a los símbolos más arraigados de nuestra historia. La quema del árbol de Antón Trombón no solo acabó con una especie longeva y majestuosa, sino que apagó una parte del alma de Yuriria.
En un país donde la memoria muchas veces se erosiona o arde sin consecuencias, este caso sigue siendo una herida abierta para quienes creen que la historia también se escribe con raíces, ramas y savia.
Fuente: Guzmán Cintora, J. Jesús. 2000. Yuririapúndaro. 6.ª ed. León, Gto., México: Linotipográfica Dávalos Hnos., S.A. de C.V.